En cambio, yo sólo llevaba libros ya leídos e irrepetibles: Jeromín, del Padre Coloma, que no acabé de leer nunca; La vorágine, de José Eustasio Rivera; De los Apeninos a los Andes, de Edmundo de Amicis, y el diccionario del abuelo que leía a trozos durante horas