Por fortuna, mis padres me habían hecho arreglos de alojamiento y comida con mi primo José María Valdeblánquez y su esposa Hortensia, jóvenes y simpáticos, que compartieron conmigo su vida apacible en un salón sencillo, un dormitorio y un patiecito empedrado que siempre estaba en sombras por la ropa puesta a secar en alambres